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Suspicaces

Raúl Trejo Delarbre
enero19/ 2016

La Crónica

La desconfianza es uno de los recursos para encontrar la verdad. Poner en duda fuentes de información, afirmaciones categóricas, clichés en vez de explicaciones, constituye un mecanismo necesario siempre para cotejar y corroborar aquello que se nos presenta como certeza incontrovertible. Pero quienes se entrampan en la suspicacia, haciendo de ella no un mecanismo de verificación, sino el propósito de sus opiniones, pueden estancarse en la superchería o, de plano, en la tontería.

Por supuesto me refiero a nuestra vida pública, repleta de suposiciones erigidas en grandes, aunque frágiles certezas colectivas. Se ha vuelto costumbre, especialmente en franjas aparentemente ilustradas de la sociedad mexicana, convertir el desacuerdo en suspicacia y hacer de ella el eje de convicciones y certezas.

Desde luego, también pienso en las reacciones recientes ante la aprehensión del narcotraficante más buscado y la simpatía, si no es que complicidad, que suscitó en la actriz que junto con él ha protagonizado escandalosas, pero también cursis revelaciones en los días recientes.

Muchos ciudadanos tienen sólidos motivos para desconfiar del gobierno. El déficit de transparencia de la administración del presidente Peña Nieto, que tanta indolencia ha tenido para explicar momentos clave en los difíciles tres años recientes, obliga a revisar con cuidado cada una de sus afirmaciones y propuestas. Pero esa cautela hay quienes la llevan al extremo de descreer absolutamente todo lo que dice y hace el gobierno. Y, peor aún, esa conducta con frecuencia desemboca en el aplauso a cualquier antagonista del gobierno y del orden jurídico.

Así, diez días después de que lo aprehendieron, todavía hay quienes creen que el personaje capturado en Los Mochis, fotografiado en camiseta después de sus andanzas por las alcantarillas, identificado por corporaciones policiacas de México y Estados Unidos, reclamado por la justicia de ambos países y cuya aprehensión ha sido deplorada por sus familiares, no es El Chapo Guzmán. Otros, en una derivación de ese síndrome suspicaz, consideran que el gobierno detuvo a ese delincuente, o anunció la captura, para desviar la atención de otras vicisitudes nacionales.

La costumbre de figurarse que cada hecho importante es una cortina de humo para distraernos supone que los ciudadanos somos tan lerdos que se nos pueden mostrar y ocultar acontecimientos al gusto del poder político y como si no existieran muy variadas fuentes de información.

Esa preponderancia de las sospechas también implica una disparatada magnificación del poder político. Cuando alguien cree que el gobierno tenía a El Chapo encerrado en algún clóset en espera de un momento adecuado para mostrárnoslo, entonces supone que su aprehensión no era tan importante para el Estado y cree que desde el poder se fabrican hechos, testimonios, balaceras, muertos y heridos, fotografías, videos y escenografías e incluso declaraciones de los detenidos y sus abogados, todo ello para construir grandes engaños cuyos propósitos nunca quedan claros. El conspiracionismo no reconoce más lógica que la necesidad del poder para imponernos esas confabulaciones.

Antes que hechos, los suspicaces prefieren creer en intrincadas tramas conspirativas, mientras más absurdas, mejor legitimadas en esa lógica circular: los poderosos mienten, luego entonces sus mentiras han sido tan bien elaboradas que solamente la sospecha ciudadana es capaz de develarlas.

El ciudadano atrapado en la suspicacia se vuelve impermeable a cualquier demostración que altere las patrañas en las que ha decidido creer. Cuando se le presentan evidencias que niegan tales suposiciones, se parapeta tras una impostada suficiencia como si quienes no admiten esa simplificación de los acontecimientos padecieran una irremediable ingenuidad.

Con esa actitud, hay quienes están convencidos de que el que se nos muestra en las fotografías para la identificación carcelaria no es Guzmán Loera, o aseguran con amplia desfachatez que a Kate del Castillo no se le investiga por sus posibles negocios con el narcotraficante, sino por la incomodidad que han suscitado sus opiniones políticas.

Quienes prefieren las creencias por encima de las evidencias experimentan la vida pública como una experiencia religiosa, donde las verdades no son hechos demostrables, sino las que cada quien ha decidido asumir. Convertidos en asuntos de fe, los temas públicos se vuelven refractarios a cualquier análisis o deliberación.

La fe se comparte y acepta, o no. Por eso las creencias religiosas son asunto de cada individuo y el Estado tiene que mantenerse al margen de ellas. Pero cuando en los asuntos públicos hay ciudadanos que no admiten documentos y datos, sino sus personales y subjetivas creencias, estamos ante una inmadurez o un deterioro de la vida pública que no se puede enfrentar con verdades sólidas porque la fe se encuentra por encima (o al margen) del razonamiento.

En las redes sociodigitales pululan expresiones de creencias políticas afianzadas no en acontecimientos, sino en sospechas. También hay, desde luego, manifestaciones de sensatez. Pero en ese espacio libre que son los muros de Facebook o los apretados mensajes de Twitter, se propalan embustes de toda índole. En los días recientes los suspicaces han llegado a aplaudir las fugas de Guzmán y a disculpar los desatinos de Del Castillo. La comedia del narco y la actriz ha conducido a olvidar la tragedia que han significado decenas de miles de muertos a causa del cártel encabezado por ese criminal.

Los suspicaces no son únicamente ociosos sin oficio ni beneficio conectados a internet. Los hay en la prensa y también en espacios académicos. Durante los días recientes he encontrado colegas y conocidos que son personas habitualmente enteradas y que aseguran, con toda convicción, que el gobierno pactó la captura con El Chapo o que los negocios de la actriz son una pantalla para que no nos enteremos de otros asuntos. Es evidente que contar con un doctorado no pone a nadie a salvo de comportarse como necio. Pero en esa extendida suspicacia podemos encontrar un enorme fracaso del sistema educativo y sobre todo de la cultura cívica.

La desconfianza en los políticos ha conducido a recelar de todas las instituciones. El rechazo a los engaños y corrupciones que han perpetrado no pocos gobernantes y dirigentes políticos ha sido expresión de vitalidad de la sociedad, pero, sin eficacia suficiente, también ha devenido en una desestimación en su conjunto de la vida pública. El ánimo suspicaz, llevado a tales extremos, recela de todo lo que se dice y ajusta los acontecimientos a creencias previas. Una sociedad atascada en el pantano de la suspicacia no puede tener o mantener los acuerdos básicos que hacen falta para que funcionen las instituciones. Una sociedad debilitada por el recelo es más vulnerable a los demagogos y los autoritarios.

Cuando una encuesta de El Universal pregunta la semana pasada: “¿Cree que la persona que capturaron las autoridades es el verdadero Joaquín El Chapo Guzmán o no es el verdadero Joaquín El Chapo Guzmán?”, el 40% de los ciudadanos dice que no se trata de ese personaje. En esa pregunta hay dos ligerezas metodológicas. La frase es larga y puede confundir a los entrevistados. Además se hace énfasis en lo que cree y no en lo que considera el encuestado. En los sondeos de opinión es importante distinguir entre lo que saben, lo que estiman y lo que creen los ciudadanos. Pero aun así, esos 4 de cada 10 que dudan que El Chapo es El Chapo ejemplifican el disparate colectivo en el que ha devenido buena parte de nuestra vida pública.

A la suspicacia, en vez de método para encontrar la verdad, se le ha utilizado para encubrirla. En uno de sus dramas, Shakespeare le hace decir a uno de sus personajes que “la sospecha siempre asedia al espíritu culpable”. Quizá en esa dependencia respecto de la  suspicacia estamos pagando culpas por los insuficientes cambios que hemos logrado en la vida pública. Hemos reformado las instituciones, pero padecemos a los mismos operadores políticos, con las mismas mañas. Hemos renovado los mecanismos para la democracia, pero tenemos ciudadanos que siguen magnificando al poder y sus truculencias.